Lavatorio para polillas
- pedrocasusol
- 9 may
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Escribe: Rubén Córdova
Las polillas revoloteaban allá arriba, alto, muy alto, cerca del techo, alrededor del foco de luz amarillo de cincuenta watts que alumbraba el comedor, creando una marcada penumbra, que nos obligaba a expandir nuestras pupilas y nos daba el aspecto de estar sorprendidos, pero esto seguro no era un impedimento para las polillas, que a pesar de la escasa luz, seguro podían ver las siluetas que abajo se movían y murmuraban en un idioma incomprensible.
Ellas se excitaban de manera violenta, chocaban entre sí, se descontrolaban dándose de tropezones tratando de organizarse, los capataces dando órdenes y deslindando tareas, los soldados controlando el tumulto, las peleas, pendientes de cualquier ataque furtivo, en especial de las arañas, tratando de poner en orden a la gran masa de obreros despistados en sus radares nocturnos, llevando al enjambre entero a un “loop” infinito.
Pasado algunos instantes de caos, la muchedumbre giraba en un solo sentido y de forma ordenada, respetando sus lugares, emitiendo un zumbido monofónico hipnótico que las llevaba a una relajación profunda, como monjes tibetanos repitiendo un mantra, como si estuvieran rezando en voz baja, como murmurando, como si estuvieran en La Meca, dejando sus últimas plegarias antes de consumirse en la locura, antes de inmolarse, antes de arrancarse las alas violentamente y precipitarse en línea diagonal hacia abajo convertidas en kamikazes dirigiéndose hacia su objetivo, imitando a esos aviadores japoneses envueltos en llamas de fuego, lanzando el grito que los llevaría hacia la inmortalidad: “¡Banzai!”.
La casa donde vivía cuando era niño, era vieja, alquilada, quejumbrosa, de quincha y adobe, con techos altos abovedados, ventanales enormes con rejas de madera en forma de cruz, las vigas que soportaban la azotea; cuyo relleno era una mezcla de cartones prensados y tierra, deleite de los gatos techeros y sus esfínteres; eran de madera también, que chirriaban por las noches despidiendo un fino polvillo en forma de bolitas que caía sobre cualquier objeto que se encontrase en su misma dirección. En un principio creía que esas bolitas eran huevecillos de polillas, que de seguro habitaban en las vigas, posteriormente caí en cuenta que era la madera que ellas iban comiendo, derramando sus migajas por todas las habitaciones, devorando también nuestras zurcidas prendas y los sendos libros de hojas amarillentas almacenados en elefantiásicos estantes, incluyendo todos los muebles de madera dentro de la casa, sobre todo las sillas.
En esas sillas apolilladas y descoloridas nos sentábamos los tres hermanos y mi mamá, ya sea para comer, para ver la televisión o solo para mirarnos las caras, lo que sucedía a menudo. No recuerdo ya lo que hablábamos, probablemente cosas sin importancia, cosas de niños porque todavía lo éramos; ya que ninguno de nosotros había abandonado aún la madriguera; dentro de lo cual nos rodeaba un ambiente casi melancólico, alegre en esos momentos, de risas, bromas y joda, de escasez de comida o comida recalentada de dos o tres días atrás, de papa frita arrebozada con nada, de pan frito partido a la mitad para que alcance para todos condimentado con aceite y sal, de avena grumosa que habría sobrado del desayuno, de pop corn vencido.
Un ambiente bohemio, definitivamente estoico, rematado siempre por las polillas kamikazes, que de pronto aparecían sin previo aviso, sin haber sido invocadas, sin haberlas necesitado, sin avisar que llegaban, tal como aparecía mi papá, con su voluminoso manojo de llaves retumbando desde el jardín.
Chirreaban los goznes de la también apolillada puerta de madera, crujía la cerradura y el violento portazo, haciendo eco por los amplios cuartos, indicaba su presencia, cogiendo el ambiente un aspecto espartano. Las polillas se crispaban, las risas se apagaban, la comida se quedaba a la mitad, mi mamá volvía a su hermetismo y mutismo recitando su mantra como las polillas, los hermanos se retiraban a sus camarotes para hacerse los dormidos. "Ya llego" murmurábamos con temor y fastidio, mientras se acababa la fiesta de improviso, y yo me quedaba a recoger las migajas del pan mezcladas con alas de polilla que habíamos dejado sobre la mesa, mientras escuchaba su silbido característico de dos tonos, llamándonos ante su presencia, como pasando lista, como demostrando su autoridad, ejerciendo su poder, como de seguro la polilla reina controlaba a sus bastardos.
Fue mi papá quien invento esa trampa para polillas luego de intentar exterminarlas con insecticidas, pero como buenas seguidoras de Nietzsche, a ellas no las mataban, las hacían más fuertes, también con bolitas de naftalina, que me gustaba chupetear, y esas cintas pegajosas de colores que colgaban de las paredes, que en realidad eran trampas para moscas, pero de estas no habían en la casa, el monopolio era exclusivo de estas lepidópteras.
La idea consistía en colocar una banca de madera (también carcomida por las polillas) en el centro del comedor; sobre la banca, un lavatorio de plástico enorme, lleno de agua hasta las tres cuartas partes; a la altura de este artilugio en forma vertical, justo por encima hacia arriba estaba el foco, este debería estar encendido, los demás focos de la casa deberían estar apagados para que las polillas desde sus madrigueras se sientan atraídas hacia esa fuente de luz, y por lo tanto dar rienda suelta a su último baile, ya que al entrar en éxtasis se despojarían de sus flancos, precipitándose hacia el lavatorio, perdiéndose en sus aguas, junto a otras decenas de polillas tratando de mantenerse a flote, clamando por ayuda.
El plan era perfecto: las polillas no morirían de traumatismo, perecerían ahogadas. No existiría homicidio culposo, más bien muerte accidental.
El único problema con tal genialidad de mí papá, era que de tanto él observarlas danzando alrededor del foco, se convertía en polilla o se sentía poseído por ese vorágine y al igual que estos insectos cometía insanias por algunos instantes; instantes en que me trenzaba del cuello con su correa y me conducía hacia el baño, abriendo la llave de la ducha y metiéndome con todo y ropa dentro de esta bajo una cascada de agua fría, propinándome correazos para que aprendiera una lección según él, la cual hubiera sido más fácil que me dijera cual era.
En otras no era la ducha, pero si el mismo lavatorio que servía de patíbulo para las polillas, lleno de agua al lado del wáter, donde me hundía el rostro para que aclarara mis ideas y supongo purificara mi lengua y dejara de responderle de manera combativa. Cuando yo escuchaba la frase -"hey zambito ven para acá"- en tono enérgico y voz impostada, sabía que algo iba a ocurrirme, sabía que me convertiría en polilla también, tratando de escapar del agua, con mis alas cortadas, sucumbiendo a su fuerza y momentánea enajenación, y me dejaba llevar hasta que terminara o me ahogara igual que las polillas. Iba aflojándosele el pulso cuando la lucidez y la razón nuevamente ganaban terreno y el chispazo de alienación menguaba luego de varios minutos.
Entonces sabía lo que sentían las polillas.
Pero él no era una mala persona, solo tenía arrebatos de polilla, carcomía nuestras almas al igual que las polillas carcomen los libros. Se aparecía, se instalaba, hacia su labor de polilla y se iba; luego nosotros tratábamos de recoger las bolitas sobrantes de nuestros restos que íbamos dejando por toda la casa.
No siempre fue así, hubo un tiempo que íbamos a la playa y parecía disfrutarlo, lo veía desaparecer tras la rompiente por lo que decidí meterme más adentro en el mar y correr olas enormes. Alguna vez me tomo de la mano, llevándome al colegio cuando era muy pequeño y pise un clavo que atravesó la desgastada suela de mi zapato y se me incrusto en la planta del pie, me cargó hasta la posta y se quedó esperando mientras me salvaban del tétanos. Fue quien me enseñó a leer, y ahora lo hago a diario y me voy quedando sin espacio para almacenar mis fantasías. Me animó a escribir de niño, sin su desaprobación este relato no existiría ni otros tantos que han desnudado mi alma. También viajábamos juntos a menudo, y le perdí el miedo a aventurarme solo a lugares desconocidos desde niño.
Descubrí la fotografía por él, lo que me llevó a comprender las tragedias de la vida, a través de quienes se paran frente a mi lente. Me anime a escalar cimas de montañas debido a escuchar sus historias de cuando se escapaba a los cerros. Detestaba a los gatos, por llevarle la contraria yo empecé a amarlos y me hacen bien, y seguro un sin número de cosas más que no recuerdo ahora. Es resumen, no todo lo malo lo fue, al final fue bueno para mí, hipérbole su ética así como sus fracasos, fui un poco más allá de donde él quiso ir y me enseño el camino por donde no ir, que tiene más virtud que el enseñar el camino correcto.
Hoy donde vivo no hay muchas cosas de madera, las cambie por metal y vidrio, por lo que no hay "huevecillos" de madera arrinconados en los zócalos, pero de vez en cuando aparece una que otra polilla y la dejo pasar, la invito a estar, a explorar, a mordisquear la melamina y aunque no le agrada, insiste tenazmente en su labor, y las comprendo, es su estado natural, es su instinto, es lo que están destinadas a ser.
Pero cuidado, siempre hay una polilla ajena al resto, la he visto, una polilla que no sigue a las demás ni aunque la polilla reina le exija su presencia, ni aunque el resto de polillas la miren con desdén y murmullen alrededor de esta.
Siempre está la polilla que observa, que guarda distancia, que no se fía, que no gira con las otras, que a pesar de tener alas rotas o más bien por saber que las tiene rotas, aletea con más fuerza, no hacia el foco porque ya se percató del lavatorio, esta polilla mira hacia otro lado y ve la luna a través de una ventana abierta.
Y vuela hacia allá, hacia ese gran foco blanco en medio de la oscuridad, tal vez en el camino llegue a convertirse en mariposa.

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