Un duro hijo de puta
- pedrocasusol
- 28 may
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Escribe: Rubén Córdova
A veces, hay lugares que se convierten en templos sin darnos cuenta. Donde volvemos siempre, a los que nos acostumbramos, un rincón de serenidad, donde podemos cerrar los ojos y hundirnos en oración, tratando de comunicarnos con esa fuerza superior que tal vez pueda darnos una respuesta.
Uno de esos lugares para mí, fue el duro suelo de mi ducha, fría, gris, desgastada, donde nos echábamos con mi espalda apoyada en una de las esquinas, con las piernas extendidas, dejando el espacio justo para que cupiera su delgado y exhausto cuerpecito.
Él se recostaba panza abajo, apoyando su cabeza en alguno de mis muslos, hundiéndome las garras como diciendo “aún estoy aquí”. Resoplaba como lo hacen los bueyes cuando están agotados frente a la puerta del matadero. Resignados. Curvaba sus equiláteras orejas sobre sus tiesos bigotes y entrecerraba los ojos. El paso del día nos sorprendía en este trance, yo crinando sus amarillos y ahora escasos y opacos pelos que alguna vez se parecieron a un enorme campo de trigo en plena cosecha, mientras él solo con su ¡Rrrrr, rrrr…Rrrrr, rrrr!
Éramos como dos criaturas expulsadas del mundo o que acababan de ser paridas. Silenciosas. Intimidadas. Absortas. Mojándonos con las gotas de agua que se filtraban a través del cabezal de la ducha, cayendo sobre mi pantorrilla y su cola. Gotas lentas, espesas, como metrónomos de nuestra vida, que empezaba a escurrirse por el desagüe.
“Tiene un tumor grande, bastante grande, maligno, esperemos no haya complicaciones” me dijeron. Las palabras cercenaron mi espíritu, no de golpe, cayeron lentas como cuchillas, resonando en un eco interminable. Solo alcancé a asentir con la cabeza, era lo único que podía hacer ¿Cómo podría yo; un ser tan insignificante que crea fantasías de mundos inexistentes para satisfacer su ego; como podría yo discutirle a la muerte que no tiene la razón?
¡Y el tumor sí que era grande!
¡Y sí hubo complicaciones! ¡Maldita sea, sí que las hubo!
¡Y aun así lo afrontamos! ¡Entre madrugadas, buscando algo de aire entre jeringas y llantos!
Sesiones. Medicinas. Noches enteras sin dormir. ¡Noventa días juntos desde que amanecía uno hasta que amanecía el otro, sin saber qué día era!
Yo le hablaba. Le suplicaba. Le lloraba. Lo alimentaba con jeringa, le limpiaba el vómito, cambiaba su pañal como un recién nacido, le tapaba con esa mantita de “gatitos jugando póker” que tanto mordía con especial cariño.
¡Y sí que nos mojamos con las gotas esas de la ducha, creyendo que el agua podría lavar mi miedo y su enfermedad!
Y él me miraba, con esa calma ancestral, con esa sabiduría extra terrenal, como si escudriñara a Anubis al lado de los faraones, como si supiera que lo estaba perdiendo y que me iba a quedar solo otra vez.
Lo intentamos todo. Inyecciones, terapias, ayunos, transfusiones, quimioterapia, hasta rezos que ni yo mismo creía, recriminándome por ser un maldito ateo aun en estas circunstancias. Le cantaba, le leía fábulas, le repetía sobre todo esa llamada “Los Gatos” que escribió un tal Mariano de apellido Melgar, esforzándome en explicársela, pero ni mi voz lo pudo curar. Sus ojos se iban hundiendo y su ánimo preparaba las maletas. Su cuerpo ya no era más que una casa deshabitada.
Un Domingo no se levantó de la cama, con sus patas delanteras se arrastró hasta mí, pegándose a mi cuerpo. No maulló. No se quejó. Solo me miró y me beso con sus ojos.
Entonces, lo supe.
Supe que no quería seguir en la pelea. Que el dolor era mucho más fuerte que mi voz y mis estúpidas fábulas. Que estaba listo para rendirse con dignidad y que yo debía acompañarlo en su decisión.
Al día siguiente firmé los papeles como quien firma una sentencia. Lo envolví en su manta de “gatos jugando al póker”. Temblaba. El no, yo. El, estaba en paz, solo se durmió. Fui yo quien lo inyecto, era mi deber.
-¿Tienes miedo Buko?
Los ojos entrecerrados. La respiración lenta. El ronroneo apenas audible.
-Me muero de miedo. ¿Quién va a esperarme en casa?
Apenas un ligero movimiento de su oreja izquierda, a la que le falta un pedacito, como respondiendo: “yo estaré”.
-¿Duele?
Cierra los ojos. Los abre. Me mira. No me responde.
-Si pudiera ocuparía tu lugar, lo haría.
Su lengüita roza mis dedos.
-Quédate conmigo. . . solo un poco más.
El cuerpo se le relajo, su ronroneo se detuvo. El mundo también. Lo acaricié. Lo miré a los ojos que ya habían perdido su brillo. Le susurré al oído. Le puse dos monedas en los ojos para el barquero y le desee un buen viaje. Creí que estaba acostumbrado a esto. Me equivoqué como tantas veces. Mi alma volvía a romperse.
¡No te vayas! ¡No te vayas, mierda! No me dejes como estaba antes de ti. No me devuelvas a lo mismo. Te amo Buko. Con una vehemencia que no sabía. Con una opresión que no me deja respirar. Tú fuiste mi mejor amigo. Mi hermano. Mi casa.
La mesa de la clínica estaba fría. Gris. Resplandeciente. Inhumana.
Charles Bukowski, escritor nacido en Alemania, y que en su alcoholismo vomitó más verdad en sus versos que otros con sus prosas, conocido como “el escritor maldito”; por su estilo sucio y exhibicionista; tiene un poema llamado “La historia de un duro hijo de puta” y es sobre su gato.
Mi bello y endemoniado gato con cáncer, tuvo por nombre BUKOWSKI. Así lo nombré apenas lo recogí, al escuchar sus fuertes maullidos de cachorro dentro de una caja de zapatos, arrimada al lado de una pila de sendas bolsas de basura. Ya de muy pequeño había pasado por el infierno de pelear con el colmillo roto y regresar con un cigarro encendido en la comisura de su hocico. Era un guerrero. Mi amigo. Mi gato. ¡Un verdadero hijo de puta! ¡Uno de los tipos más duros que he conocido!
Él fue quien me salvó, cuando las grietas de las paredes de mi cuarto se abrían, cuando el teléfono no sonaba, él estuvo ahí. Jamás me pregunto nada, una razón más para amarlo, solo se echaba sobre mí pecho, esperando que pasará el dolor o tal vez absorbiéndolo. Y es tan jodidamente injusto haberlo perdido, viéndolo desvanecerse en cámara lenta.
Ocasionalmente lo veo ahí, encima del planchador, chupándose la cola para relajarse. No está su cuerpo, sino su gesto. Panza arriba, guiñándome los ojos, ladeando su mirada, con los bigotes hacia adelante y las orejas replegadas a los lados, desgarrando mis sábanas mentales. Su plato sigue lleno, sus medicinas aún en los empaques sin abrir, su hierba gatera espolvoreada sobre la alfombra y su peluche de unicornio a colores sin cuerno y con un solo ojo, aún espera su regreso, como una ofrenda.
A veces en la ducha, vuelvo a echarme en esa esquina. Sigo mojándome con las gotas de la ducha. A veces las cuento, a veces creo que Bukowski también las cuenta. Desde donde esté.
***
Esa noche no pude dormir, o más bien no dormí del todo.
Cuando cerré los ojos, aún con los párpados hinchados y mi alma colgando de un fino hilillo de araña, llegó a mí uno de los olores más agradables: el de un gato mojado. Mientras me zambullía en el aroma, quedándome dormido, lo vi:
Bukowski, mi gato, caminaba por un callejón de pocas luces, mojado, de paredes altas a los lados y sombras que se apartaban a su paso. Lo vi andando con seguridad, con la cola erguida, las pupilas dilatadas, con una mueca mostrando el colmillo, orgulloso. En la penumbra de ese callejón, recostado en el suelo, bajo una farola oscilante, un hombre le hacía señas con la mano para que se acercase a él.
De aspecto desgarbado, mal afeitado, con la camiseta abierta, sudoroso, de pronunciado acné en el rostro, con el cabello peinado hacia atrás, ya cano y algo escaso, con una botella en una mano y un cigarro en la otra, le sonreía mientras mi gato daba brinquitos hacia él como si lo conociese.
Era Charles Bukowski. El escritor. Lo reconocí apenas lo vi, sabía de antemano como lucía, además su forma pendenciera de mirar lo delataba, como si hubiera perdido todo en la vida y aun así se riera. Mi gato se acercó a él y sin decir nada, se le subió a las piernas. El escritor lo recibió dándole unos golpecitos en el lomo.
-¡Te estaba esperando pequeño cabrón! -Dijo Bukowski. Mi gato ronroneó. Suspiró profundo y se acurrucó en su pecho.– ¡Así que tú fuiste el bastardo que lo mantuvo con vida!– El ronroneo se hizo más fuerte. –¡Siempre hay un lugar en el infierno para los que se sacrifican por amor y tú lo has hecho!- Le dijo. Le dio dos cabezazos a su enorme nariz.– ¡Vámonos pequeño Hank!- finalizó.
Quise gritar. Suplicarle que volviera. Que lo extrañaba.
Bukowski, mi gato, volteó y por primera vez pude escucharlo en mi idioma:
-Ya está Ru. Co. ¡Ya está! Estás vivo. Ahora te toca a ti ¡Vive!
Y se fueron. Bukowski al lado de Bukowski. Caminando, desvaneciéndose lentamente calle abajo hacia quien sabe dónde, mientras una solitaria polilla de alas rotas revoloteaba alrededor del farol de escasa luz.

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