Azul Corsé
- pedrocasusol
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Escribe: Gabriel Granda
El aire de la tarde refrescaba mi semblante mientras mi mano rozaba con cierta sutileza la tuya. El lienzo azul de tu vestido, de diseño corsé, fluía con elegancia, como un río que cruza las colinas al atardecer, sobre las líneas delicadas y estructuradas de una ligera abertura a la altura de tu entrepierna y sobre tu femenina figura de princesa.
Alrededor nuestro, se dibujaba un gentío de constelaciones que nos observaba y olfateaba con una mezcla de codicia y orgullo mientras cruzábamos el arco nupcial de invitados, pintado con orquídeas y perfumado con el aroma de pinos silvestres.
En medio de aquella banquetería, entre el murmullo de las conversaciones, la música lejana y el resonar de las copas de cristal, vi la envenenada y lejana sonrisa de una tía que no veía hace mucho, de repente, se sentía cercana, pues venía dispuesta a embestirnos con un saludo.
Antes de aquella embestida, me percate que cerca a la pista de baile mientras esperábamos aquel acto que nos parecía fratricida, vi la imponente presencia de un boutonnière blanco y nacarado en la solapa de un lejano amigo , al cual hace mucho tiempo , llamaba primo. Aquel primo iba de la mano junto a su esposa que lucía un vestido blanco que rozaba el césped con la suavidad de la brisa tardía.
De pronto, nos encontramos con aquel contencioso saludo esperado, junto a un hombre de mechas de color argento en el cabello, que acompañaba a la tía de la lejana y envenenada sonrisa.
Aquella emisión de bienvenida diluida entre las miradas y el veneno emocional, se fue opacando al ver cómo ibas girando ligeramente tu rostro para responder aquella embestida, denominada socialmente como saludo.
"Ella es Lucía", comenté, y te presenté con la señora de la sonrisa empalagosa, y con el hombre de cabello cano.
Sentí una corriente de incomodidad mientras percibía que, con cierto ahínco, aquel hombre, se entumecía frente a nosotros y buscaba un arrullo en los brazos de su esposa, mientras tus mejillas se teñían de un discreto rubor, que nos recuerda que no existe protocolo social perfecto capaz de sepultar el pasado de nadie en la tierra.
No dudé ni un segundo en apretar las manos del anciano, que hasta hace solo tres años antes de nuestro exilio, me parecía un gigante y ahora, con esa actitud tan pusilánime, me parecía un pequeño totalmente vulnerable, al ver el ardor de mi mirada dispuesta a resolver incógnitas y escudriñar el pasado como un agente encubierto del Mossad frente a crímenes nazis.
—Pronto estaremos en tu boda, Francis— comentó la esposa del viejo argento, con una voz cálida y acogedora pero envenenada. — Qué gusto verte, campeón— dijo aquel tío, desviando su atención hacia el bar con una mirada disimulada, en busca de un refugio.
—Mucho gusto— respondió, Lucía, apretando mi mano con fuerza e inclinando la cabeza con mucho respeto hacia nuestros anfitriones. Y sentí de repente temblar tus dedos, sobre el eco de tu propia ansiedad.
Durante el tránsito de aquella parafernalia que me parecía una absurda farsa, recordé nuestra conversación, Lucia. Pues el día que decidimos celebrar nuestras nupcias, juramos que solo nosotros, asistiríamos a nuestra boda y que escaparíamos de todo aquel ajetreo de miradas y cuchicheos, pues dejaríamos solo las sonrisas en las fotografías y videos de cualquier acto eclesial, para vivir en la intimidad de nuestros eternos recuerdos, profesando solo nuestro amor.
Pero hoy no era ese día, hoy y ahora, estábamos surfeando aquel tsunami social, con grandes olas a nuestro alrededor que intentaban opacar el azul corsé de tu vestido, al desear abatirnos con el cruce de miradas, algún intercambio de comentarios o preguntas quisquillosas.
De pronto, a lo lejos, otra tía, vestida de un gris satinado que parecía absorber la luz, se acercaba con una sonrisa casi misteriosa y vampírica. Nos saludó e invitó a sentarnos cerca de la mesa de su hijo (mi primo), que aún brindaba con una copa de champán rosé al lado de su esposa, la cual me dio un pequeño gesto taciturno, al vernos conversar con la mujer de sonrisa vampírica, alzó las cejas en forma de asombro y sonrió discretamente para no descuadrar el aspecto visual de las imágenes que se estaban fotografiando.
—¿Qué tal el viaje, Francis?— preguntó, con su voz aguda y chismosa.
—Usted sabe, tía, que la jornada es intensa, el control migratorio y las maletas, respondí. Pues Hace mucho había perdido la conexión con las maletas y los boletos y continué hablando de algún otro trajín de rutinario viaje. Me interrumpí haciendo una carraspera y comente: Ella es Lucia y los tres sonreímos con una naturaleza hipócrita de etiqueta social.
Lucia y yo detestamos todo ello.
Lucía y mi tía intercambiaron saludos, y percibí una mirada extraña, casi maquiavélica y socarrona, en el rostro de aquella vieja que alguna vez llamó prima y hermana a mi madre.
—Acabamos de saludar a la tía Mily y al tío Joseph— comenté.
—Se ve muy bien, hijito— respondió ella, con una voz llena de una emoción forzada.
Dios es grande. Continuó: “Gracias a las quimios, Mily recuperó su aliento nupcial y familiar”.
"Por aquí, por favor". Su voz nos condujo a una mesita redonda, ubicada estratégicamente entre el bullicio del bar y la solemnidad de la mesa central. Un mantel de un marfil pulcro la cubría, flanqueada por seis sillas victorianas vacías y servilletas que se abrían como abanicos expectantes.
Una cortesía extraña, casi pixelada, se dibujó en su rostro cuando susurró: "Regreso en un momento". Se retiró con un paso deliberadamente lento, girando su cuello de depredador para lanzarte una última inspección, una mirada criminal que recorrió tu cara y se detuvo en tu vestido.
Por un instante un silencio pesado cayó sobre nuestra mesa. Apreté tu mano bajo el mantel, sintiendo el temblor de tus ojos que no cesaban.
Te besé sutilmente y te elogié con un: ¡Qué hermosa estás! Abriste los labios y deseabas decir gracias, pero antes de que pudieras responder, la tía de sonrisa vampírica regresó, esta vez con una copa de vino tinto en la mano, tan oscura que parecía sangre coagulada. Se detuvo detrás de ti, y en lugar de sentarse, dejó que su mirada recorriera con calma, el diseño de tu vestido azul corsé sobre tu espalda.
—Es un diseño valiente, querida —dijo, con una dulzura venenosa que erizó mi piel—. Un corsé azul.
—El azul siempre ha sido uno de mis colores… respondías de recuerdos simbólicamente profundos, interrumpió la vampira y continuó sonriendo, mientras decidía alejarse nuevamente excusando su ausencia con algún pretexto de utilería.
Tu vestido azul corsé, Lucía, era la prueba principal de un juicio que desconocía y acababa de empezar, me dije. Medité internamente, mientras percibía que alguna ola de algún tsunami social buscaba ahogarte, pero yo estaba ahí, dispuesto a surfear sobre la fuerte marejada.
Pues conocía muy bien aquel virus que persigue la historia familiar desde las tardes inhóspitas de Cieneguilla. Nos aniquiló en los bosques baldíos de la Amazonía, envenenó los cultivos prósperos en las tierras de los abuelos. Nos dañó cruelmente con el prejuicio en las faldas del nevado Huascarán. Nos dejó varados bajo el cielo gris de una ciudad que anhela ser cosmopolita y mundial, mientras danza cruelmente sobre el sonido chispeante de su corrupción e indiferencia y nos siguió hasta Rio Branco, materializándose en una insistente invitación nupcial.
El dios del desierto
Mientras el vaivén de la boda y la música latina resonaban rítmicamente en nuestros oídos, decidiste también surfear aquel tsunami y desvanecer todo en un murmullo lejano, pues anclaste mi atención hacia ti, fijando tu mirada en mí, como la de quien medita ante un dios del Medio Oriente, un dios mitológico, caprichoso y sediento de devoción.
Esa mirada me derretía, sobre todo cuando la acompañabas de aquella mordida en la comisura de tus labios, de un intenso color violáceo, que prometía secretos y placeres prohibidos. Traté de esquivarla ligeramente y refugiarme en la fachada de la indiferencia que me gustaba proyectar, pero aquella llama que arde sobre el fuego de tus ojos, me hipnotizó como la mirada de una bestia felina acechando a su presa, paralizándola antes de un zarpazo mortal. Solo sonreí ligeramente, mientras entonaba con una característica voz grave de arquetipo masculino:
—No me mires así, que me posees. No quería mostrarme vulnerable en medio de esa parafernalia, sin embargo, me sentía como un ente sideral que es arrastrado a la órbita de un universo más grande. Pues nunca me había gustado ser como un satélite que sigue la trayectoria de un planeta, que se rige por las leyes físicas de la gravedad y la pleitesía conyugal que las fuerzas cósmicas y universales exigen.
Tú también sonreíste ligeramente y pronunciaste en un susurro, que yo solo pude oír: «Eres mi astro y también soy tu…».
—Basta— señalé y te interrumpí, sumándole un guiño misterioso y amable—. Aborrezco las muestras de afecto en público.
Amo mi actitud visiblemente: déspota, fría y orgullosa; sin embargo, la fórmula emocional de aquella alquimia que planteabas, junto a aquel aroma de perfume sánscrito, la mordida en tus labios y esa mirada ardiente, encendían con una loca vehemencia la libido de mi cuerpo y espíritu, despertando recuerdos de una pasada experiencia inmersiva.
Recordé entonces, aquella noche embriagadora, hace ya más de cuatro años, en la que nos entregamos a la fuerza de la pasión de un torbellino, a un deseo carnal que nos ardía. Te besé con una furia intermitente, en una danza voraz de sudor, rabia y caricias que nacían de un fantasma en pena y de un anhelo impulsado por el ritmo cardíaco y sexual de nuestros corazones y cuerpos ofrendados. Tu suspiro en mi oído fue como una bandera blanca que busca una tregua durante la guerra y una rendición incondicional que resonaba entre las sábanas y la noche, con el eco de una confesión: «Eres mi astro y soy tu puta». Me veneraste como a un dios del desierto, que traza dunas con un pincel de viento, bajo la demencia de un astro incandescente, para conducirte a un oasis prohibido, saciar tu sed y acabar con la sequía de tu cuerpo y de tu alma, hasta borrar las grietas de tu lengua seca por la xerostomía.
De pronto, nuestra burbuja de tensión sexual y memoria emocional, se rompió de golpe, debido a que el ancla era elevada no por nuestra voluntad, sino por el encuadre perfecto de las fotografías que los recién casados exigían al acabar de llegar sonrientes a nuestra mesa vestida de color marfil, ajenos al universo que, por un instante, habíamos vuelto a renombrar.
El flash de la cámara estalló, iluminando el teatro de la boda. Justo entonces, un alarido borracho rompió la farsa desde el bar. El tío Joseph, hediondo y con la camisa abierta, se golpeaba el pecho mientras repetía, casi babeando: "¡Esa hembra fue mía, también fue mía!". Se desplomó en una silla junto a una mujer vestida de un rojo desafiante que también atrajo mi mirada y que, lejos de escandalizarse, le dedicó un guiño cómplice de reconocimiento. Él, ignorando las miradas de todos, le sonrió con descaro y pronunció con una voz rasposa:
—Hola, muñeca, soy el desierto —y dirigió una mirada lasciva a nuestra mesa.
Aquella despampanante muñeca, extrajo un labial de su cartera charolada y alzó levemente la mano para saludarme.

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