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  • pedrocasusol
  • hace 1 día
  • 8 Min. de lectura

Escribe: Margot Orozco Delgado


Era un tiempo de alma joven, la superficie recién constituida, ardía. El ahora se perennizaba, el ayer apenas naciente, el mañana se avizoraba como eterno. El mundo, era solo una masa incandescente, el firmamento que se fundía con lo terrenal, era una gran mancha rojiza, naranja y violeta, ondulante como llamas que penetraban toda superficie. El aire que aún no se llamaba así, era una pasta invisible de dióxido de carbono, metano y azufre, donde nada sobrevivía. El día y la noche aún no competían por dominar, solo existía un único momento. Y dentro de ese momento, existían instantes. Y sucedió en un instante, porque siempre hay uno, que una gran mole rocosa, de vena abierta rugió y de sus entrañas emergió rabiosa, fiera, un mar rojo que incineró los cielos y en su descenso, invadió abrupta, descomunal la superficie, un lecho de lava que lo cubrió y que tras cientos de miles y millones de años se enfrió y se endureció. Transcurrieron otros millones de años más, lo que se endureció, se congeló. Y el deshielo, segundos eternos después, se hizo germen para los nuevos y primeros nichos de vida. Donde antes era tálamo hirviente de lava, con el tiempo se transformó en hábitat de la existencia, de árboles, arbustos, helechos, animales que reptaban, se colgaban, andaban, corrían y volaban; recién iban reconociendo la tierra como suya. Y un fructuoso bosque fecundó, invadiendo su superficie y entrañas de laberínticas grutas, de dúctiles rocas, de cuevas sinuosas donde las nuevas especies se guarecían.


Árbol de la vida

Agazapados, detrás de una enorme roca que recibía sombra de un naciente roble, se encontraba una pareja, un hombre y una mujer, esperando su momento. Las otras fieras debían coger su parte, para después y solo después, recoger lo que les correspondía. El bosque era vasto, proveía a todos sus habitantes pero cada quien a su tiempo. Si alguno atrevía a adelantarse, existía el riesgo de que la impaciencia les costara caro, la vida. Al fin, entre las –todavía- ramas húmedas, la pareja encontró un animal muerto, ya putrefacto. El hombre, pequeño y enjuto, lo acercó a su nariz, lo olfateó, lo midió, lo probó sin decidirse a quedárselo. La mujer merodeaba a su alrededor, encontrando en su exploración un fruto redondo y peludo. Se lo metió a la boca, y torció el gesto de dolor, era demasiado duro para molerlo con sus dientes. Lo lamió, no sabía a nada; intentó con sus manos convertidas en garras arrancarle la piel, pero no pudo. Enojada, lo arrojó con furia. Cayó sobre una roca plana, que con el impulso y la fuerza de la caída, el fruto se partió en dos, abriéndose como una flor. La mujer corrió a recogerlo, lo metió a su boca, lo paladio, lo disfrutó. Le ofreció al hombre, quien primero lo olfateó, probando luego aquel fruto extraño, le satisfizo, de un bocado se lo engulló. Ambos recogieron el fruto recién saboreado, y buscaron otros iguales. Encontrando no muy lejos, el árbol de donde nacían. A partir de ese momento, esta pareja y muchas otras más, acudirían a ese punto a proveerse de aquel fruto, utilizando aquella piedra plana como herramienta eficaz para abrirle el corazón. Miles, tal vez millones de veces la roca y el fruto coalicionarían. Al cabo de otro tiempo más largo, la roca plana por efecto de los golpes se fue poco a poco haciéndose cóncava; e incluso cuando el árbol de aquel fruto maravilloso murió, la piedra testigo siguió erosionándose por efecto de la inclemencia, hasta convertirse en una pequeña fosa.


Dueños de la tierra

Adalid huía. Había sido su boda. No deseaba la unión, pero no le dieron otra opción. Su familia estaba atada por una docena de reses, y media de caballos a la familia de quien era ya su marido. Solo le había visto una vez, era un tipo obeso, calvo y de maneras desagradables, lo detestaba aún sin conocerlo. Pero no era su fealdad la que hacía aborrecerlo, sino que la obligaran, que doblegaran su voluntad. Ella no quería hombre. Ninguno. Sin embargo, casi se había resignado a su destino, pero fue el saber que no sería ese su marido, el primer hombre que conocería, sino que por «derecho», el señor de todas las tierras la tomaría, era el tributo establecido. Y fue al saberlo, que recién se atrevió a torcer su sino. Ella no pertenecía a nadie, solo a ella misma. Decidió huir. Corrió, se ocultó por varios días y noches, hasta que llegó al bosque. Se internó hasta donde la profundidad de sus fuerzas le permitió; lo inhóspito, lo indómito, lo inextricable era refugio seguro. Detuvo su huida cuando llegó a un lugar de densa vegetación, el que estaba coronado por un enorme y bello roble. Decidió quedarse ahí, pues la frondosidad ocultaba una gruta que la llevaba a una cueva. Ahí podía guarecerse sin problema. Encontró además, muy cerca una gran roca cóncava donde el agua de lluvia se empozaba. Podía tener el abastecimiento del agua asegurada, sin tener que alejarse demasiado, ni por mucho tiempo. Fue una bendición. Y allí permaneció Adalid, los años que la vida le regaló, sirviéndose de la naturaleza para subsistir. No necesitó más que su ingenio y su fortaleza. Cuando Adalid sintió cerca su final, se tendió cerca a unos abedules que le hacían sombra y extendió su larguísima trenza que en todos esos años había dejado crecer, cerró los ojos y se entregó al último rayo de luz.


Fe

Cuando se enlistó André al ejército, no supo que esta sería la gran guerra. Cuando lo hizo pensó que su vida se llenaría de aventuras y glorias. Pero a sus 20 años, ya había visto y vivido demasiado. Se encontraba curtido por la crueldad de las muertes sin sentido y lo único que deseaba en ese instante era regresar a su añorado pueblo, tan pacífico, tan aburrido. André había perdido a su compañía y llevaba dos días ocultándose de las balas enemigas. Su salvación hasta ese momento había sido la inacabable lluvia, que le había permitido camuflarse entre el fango y los matorrales. Pero tenía la pierna herida, sus pasos se hacían cada vez más torpes y su cuerpo sin fuerzas cedía al agotamiento. Fue entonces, que la inercia lo derribó. Cuando iba llegando a unos abedules, André no vio que tras estos se ocultaba una poza de fango y piedras sueltas, que lo iban hundiendo a cada paso que intentaba dar. Buscó de donde asirse, desesperado arrancó de una de las rocas más altas una especie de cuerda trenzada con la cual impulsó su cuerpo para salir. Dejó en ese esfuerzo todas las fuerzas que le quedaban; arrastrándose, cubierto en lodo, abatido, sin respiración, logró salir. Se había salvado de ser tragado por la tierra, pero ahí tendido en el suelo boca arriba, sin saber que más hacer o a donde ir, deseó en ese preciso instante morir. Y fue cuando esa idea se sembró en su cabeza, que la lluvia cesó. Rio a carcajadas hasta llorar. Pasó el resto de la mañana tendido, exhausto, debía recobrar fuerzas para continuar, a donde sea que fuese a ir.  Era tan intenso su cansancio que permaneció horas en horizontal, escarbando con los dedos el barro alrededor suyo, sustrayendo reanimadores alimañas y bichos con las que se alimentaba. En ese estado de postración, vio no muy lejos de él, un ramillete de hongos enormes, apetitosos. Decidió ir por ellos, al fin y sintiendo dolor en cada una de sus músculos y articulaciones, se puso de pie penosamente. Cuando llegó a los hongos, comprobó que no eran de los venenosos como lo había supuesto, y con desesperación se lanzó sobre ellos, los arrancó y los devoró casi sin respirar. Pero tras sus primeros bocados, levantó los ojos, y se sorprendió con lo que vio. La tupida lluvia no le había permitido hasta ese momento ver más allá de unos pocos metros, pero habiéndose despejado, André ya podía orientar su mirada a lugares más distantes. Y advirtió que no muy lejos flameaba la bandera de su compañía. Ya estaba en territorio amigo, su compañía estaba acampando. Con el ánimo renovado André, también recobró las fuerzas. Pero no podía dejar ese lugar que le había salvado sin primero agradecer y dejar constancia de que su vida se rescató ahí. Sacó su navaja y en un haya de tronco muy grueso, dibujó una flecha en dirección a su campamento y puso debajo de esta la palabra «FE».


Los últimos cantos de aves

Sami tendió su mapa contra la roca e incrédula miraba una y otra vez la ruta. Ya había pasado por el mismo lugar cinco veces y no lograba encontrar la salida de ese bosque. Empezaba a desesperarse, pues el día poco a poco se iba extinguiendo. Si se hacía de noche estaba perdida, en todo sentido. Sabía que no debía aventurarse sola, y menos por ese bosque tan enorme, pero su ímpetu y autosuficiencia le ganó. Si bien los senderos habían sido delimitados e incluso en ciertos tramos habían hitos que el municipio había colocado para precisamente evitar que personas como ella se perdieran, el paraje resultaba siendo aún muy agreste y salvaje. Decidió entonces cubrir las rutas por las que no había pasado, ya que las otras trazadas por el mapa no habían resultado. Como acto de fe, dobló el mapa, lo metió en su lustroso estuche de cuero y lo introdujo en una hendidura de tronco hueco.  Y continúo con un trote acelerado, a deshacer sus pasos.  Encontró entonces nuevamente el viejo roble, y volvió a pasar por aquella roca cóncava donde se había tumbado a descansar cuando aún le quedaba mucho tiempo. Se arriesgó y siguió adelante por aquel sendero que no estaba delimitado, llegando a aquellos largos abedules que le dieron sombra al medio día, cuando más lo necesitaba. Sí, por aquí es, se dijo Sami optimista. Siguió adentrándose, bastó escuchar la explosión bulliciosa de los pájaros para sobresaltarse. Ella sabía que le quedaba muy poco tiempo para que la noche emergiera. Las aves, instantes previos a que oscurezca definitivamente, hacen su última ofrenda entregando desaforadamente sus cantos. Esta vez Sami ya no trotó, sino que empezó a correr sin saber muy bien a donde. De pronto cayó, unas enormes setas la derribaron. Sami no lo pensó dos veces, ni se puso a llorar su mala suerte, se incorporó de inmediato, se sacudió la tierra y con el rostro arañado y la rodilla sangrando, continuo. Su instinto le decía que debía seguir y no paró hasta llegar frente a un haya de tronco impresionantemente grueso, donde pudo ver, una flecha y una palabra. Sí, por ahí es—sonrío Sami, y continúo sin mirar atrás.


Adán y Eva, el final

Era la última semana de vacaciones, el grupo había acordado acampar en el viejo bosque. Ya casi nadie iba a él. Desde mucho tiempo antes, este había sido abandonado, era guarida indómita de alimañas, e incluso se decía que los caminantes que se adentraban, se perdían y terminaban vagando por siempre. Historia de viejos, se burlaban los más jóvenes. Adán y Eva, que habían sido motivo de burla de sus amigos desde que se hicieron novios, fueron los últimos en llegar. Las coordenadas marcadas por el GPS, habían estado erradas, y anduvieron dando vuelta en círculos cuando casi apagándose el sol, pudieron encontrar al grupo. En realidad, fue gracias a un viejo mapa que casualmente Adán había encontrado en una especie de rama hueca como envoltorio asido a un árbol, con el que finalmente pudieron dar con la ruta. Cuando llegaron, se turbaron con lo que vieron. Todos ebrios, desmedidos, muchos de ellos casi desmayados, inconscientes  entre sus vómitos y excreciones. Había escogido la manada para acampar un paraje oculto que los camuflaba, flanqueado por un desfalleciente roble y detrás de él, había una especie de roca curva, donde las parejas se ocultaban y torpemente se acariciaban, se arrancaban la ropa, se mordían, se lamían, se gruñían, fornicaban salvajes, descontrolados en medio de la basura, de latas de cerveza, de bolsas, de restos de comidas. Al centro del campamento, habían encendido una fogata, la que desfallecía, nadie la vigilaba. Eva contrariada, tomó la mano de Adán, quien tiró el mapa en la incipiente llama, alejándose ambos a buscar su lugar.


Incontrolables emergieron las llamas, recuperando su espacio. Cada recóndito hálito de vida fue alcanzado; el infierno rojo regresó, se apoderó y sometió al roble, al abedul, al haya, a los hongos, a la roca cóncava, a Adán, a Eva, a Sami, a André, a Adalid y a todo los que estuvieron algún día conectados.



 
 
 

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