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El demonio de mi casa

  • pedrocasusol
  • hace 13 horas
  • 2 Min. de lectura

Escribe: El Onironauta


Elena salió furiosa de la casa de sus padres, donde había pasado la noche a solas. Finalmente había reunido el valor y la fuerza necesarios para regresar a su hogar y enfrentar a los demonios que la habían expulsado.


—No les tengo miedo, ¡carajo! Soy una mujer fuerte, independiente y segura de mí misma. Ningún demonio de mierda me va a sacar de mi propia casa —exclamó, mientras empuñaba la Smith & Wesson .357 de su padre.


No era la primera vez que Elena se enfrentaba a uno de esos demonios. En una ocasión anterior, logró clavarle un cuchillo en el ojo. Sin embargo, la criatura había convocado a otros, y juntos lograron someterla. Desde entonces, el demonio principal no volvió a acercársele; se limitaba a observarla desde la distancia.


El día anterior, había invocado a un jorobado blanco que consiguió envenenarla y hacerla dormir. Al despertar, se encontró en su escondite: atada, incapaz de luchar. Aun así, aprovechó un descuido del deforme para empujarlo con los hombros, patearle los genitales y huir de su cueva. Logró llegar a casa de sus padres.


Todo había comenzado de forma repentina. Un día, hace un mes, tras una larga jornada laboral, Elena regresó a casa y lo encontró allí: feliz, sonriente, esperándola. El demonio era un conchudo. Se había instalado en el sofá nuevo que ella misma había comprado, viendo televisión y atiborrándose con toda la comida que había podido saquear de su cocina. Se reía como un cerdo asqueroso. Elena no dijo nada; solo lo miró con repulsión. Cuando fue a su cuarto a dormir, el demonio intentó violarla, pero ella lo apartó de inmediato y huyó de la habitación. Desde entonces, el monstruo no volvió a acercársele.


—Ay, amiga, qué pena me da tu situación —le dijo una de sus amigas cuando les contó todo.


—¡Llama a la policía! —sugirió otra.


—Esos son unos inútiles. Además, yo no necesito de ningún policía. Yo misma voy a sacar a ese demonio a patadas —afirmó Elena, decidida.


Sin pensarlo más, pateó la puerta de su casa, apuntó con el arma y disparó. Varios tiros sacudieron el vecindario. Los vecinos, espantados por el estruendo, salieron de sus casas. Muchos vomitaron al ver, tendido en la acera, el cuerpo destrozado y desfigurado de una mujer. La sangre inundaba la escena, mientras el revólver, con el cargador lleno, descansaba en el jardín.


—Lo lamentamos mucho, señor Alarcón —dijo uno de los policías.


Carlos estaba en estado de shock. La mujer que tanto había amado acababa de ser abatida por los agentes que él mismo había llamado en busca de protección. Lo había hecho tras enterarse de que Elena había escapado del manicomio en el que la había internado… a la fuerza, claro está.


—No... no diga más, por favor —balbuceó Carlos, temblando—. Nos iba a matar.


—¿Y cuándo comenzó la violencia? —preguntó el agente.


—No lo sé… creo que hace un mes, cuando empezaron mis vacaciones…



 

 
 
 

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