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El equilibrista

  • pedrocasusol
  • hace 13 horas
  • 4 Min. de lectura

Escribe: Francisco Dahoud


Dicen que los recién nacidos no pueden ver, pero aún recuerdo mis ojos que al ser liberados del vientre de mi madre, contemplaron un rostro mal maquillado de un personaje de colorida vestimenta y alborotado cabello rojizo, que hubiese espantado a cualquier infante, contrariamente, esa desordenada figura causaba regocijo en mí. Así, entre nauseabundos orinales de distintas bestias y tras cierta palmada propinada por ese huachafo ser, daba mi primer respiro.


Soy un personaje de casta circense, mi madre contorsionista, de tal habilidad, que me parió con una facilidad que no dio tiempo al partero de llegar y fue suplantado por el desaliñado Mantequilla, el payaso del circo y también mi padre. Mis hermanos, los famosos ases del aire, contradecían a Newton con sus arriesgadas piruetas en el trapecio. La leyenda dice que mi abuelo murió domando Leones, pero si conocieran a mi abuela, Madame Ashkan, la adivina, sospecharían que la necedad de la anciana fulminó al viejo provocándole un derrame cerebral. Precisamente, mi linaje va desde barredores de estiércol, a grandes acróbatas de reconocimiento mundial.


Debido a esto, con escasos 5 años tuve que presenciar una experiencia comúnmente traumática. Como era costumbre, a la hora que Carmelo y Ají Seco se ponían a cantarle a los primeros rayos de sol, todos los integrantes del circo abandonaban sus carromatos y en conjunto se disponían a preparar las viandas para el desayuno al aire libre. Pero ese día hubo dos ausentes… El equilibrista, que practicaba ciertas maniobras para el acto nocturno y yo, que perplejo admiraba su gracia en el interior de la carpa. A mí me costó aprender a caminar, con piernas chuecas y pies planos, recién, a los dos años, concebí mis primeros pasos. Creo, que inconscientemente, eso acrecentaba mi  asombro  en su habilidad para desenvolverse a través del cable. Pero esa mañana su pericia no fue perfecta y tuve que presenciar como azotaba su cuerpo en el polvoriento piso después de una caída de 6 metros de altura. Envés de correr asustado y pedir ayuda me acerqué a verlo, el hombre aún con vida tomó fuertemente de mi mano haciéndome doler, asumo que fue una demostración de necesidad de compañía en ese último respiro, pero en pocos segundos el dolor de mi mano cada vez disminuía y ya no hubo presión, símbolo de que ese día la carpa se vestiría con velos negros.


Pasado el suceso, se acordó erradicar definitivamente la cuerda floja de las presentaciones. Irónicamente, esto me motivó a la práctica del funesto acto.


Durante mucho tiempo, diariamente me escabullía un par de horas en la tarde de la vista de todos y siempre con cuerda en mano me alejaba hasta la ubicación de dos árboles estratégicamente dispuestos para atar la soga y empezar a practicar mi indeleble pasión. Mi madre me requintaba y despotricaba a medida que zurcía los innumerables huecos de mis prendas, propios de las caídas continuas que generaban mis vehementes prácticas, aún a sólo metro y medio de altura.


Pasaron meses y dominé ese rango, ya necesitaba un reto mayor, pero aquellos árboles no se prestaban para conseguir mi objetivo, así que decidí ir en busca de un nuevo sitio y luego de dos días de vagar por el campo, hallé el idóneo lugar.


Contento seguí con mi rutina que ya superaba los 2 metros y medio de altura y llevaba varias semanas de práctica, hasta que en un nublado martes intentando audaces piruetas caí… Luego de un tiempo inconsciente reaccioné del desmayo, encontrándome en un mundo de oscuridad y hedor. Aterrado y desconcertado empecé a gritar en pos de auxilio pero nadie apareció. Pasaron unas horas y oí el cantar de los gallos, el sol se hacía presente e iluminaba el espacio donde me encontraba, había caído en un pozo negro en desuso mal tapeado, cubierto con hierba y ubicado debajo de la cuerda. Mi desfallecimiento duró hasta la noche y por eso la mañana fue la única que reveló mi situación. Una hora más tarde me encontraron y aunque usaron la misma cuerda que aún se mantenía atada para liberarme, afortunadamente, nadie dedujo que era lo que me encontraba haciendo para terminar en el fétido hueco.


¿A qué llevaría mi necedad? Al día siguiente del aterrador hecho, me dirigí al campo con unos tablones de pino, sellé adecuadamente el pozo y continué con mis prácticas.


Tardé dos inviernos en sentirme listo para afrontar los trágicos 6 metros, aunque fuese terco, eso no me obnubiló y junté atados de heno que amortiguarían mis constantes caídas.  Uno tras otro eran mis desplomes contra la paja, pero mi perseverancia iba dando frutos.


Piruetas y maromas sobre el cable se volvieron inherentes en mí y la técnica cada vez destellaba con mayor intensidad, pero no había nadie que pudiera disfrutar de mi brillantez y sólo me conocían como el aseador de Trompita, la elefante engreída del circo…


El imparable tiempo se echó a correr, sigilosamente me transportó al final de mi vida y aún postrado en esa cama aguardando a la parca, siento como si estuviese en mi carpa de tantas memorias, oyendo el redoble de tambores que anuncia el espectáculo estelar, en donde yo soy el protagonista y comprendo que después de haber caído en el más repugnante y lúgubre abismo, de ser acogido por mis familiares y amigos representados en atados de heno y seguir inquebrantable con mi objetivo, miro con gozo hacia atrás y en esta instancia que estoy al filo de caer me convertí en Equilibrista.



 

 
 
 

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