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Mi gato parece Diógenes

  • pedrocasusol
  • 5 dic 2022
  • 3 Min. de lectura

Escribe: Pedro Casusol


Me topé hace poco con un poema de Wislawa Szymborska, “Un gato en una casa vacía”, una de esas adaptaciones tipo cómic que suelen aparecer en redes sociales, y me sentí conmovido: “Morir, eso no se le hace a un gato. / Porque qué puede hacer un gato / en una casa vacía”. Me pregunté hasta qué punto el felino que vive conmigo ha hackeado mi alma. Lo encontró mi hermano hace unos meses, escondido en el motor de su carro, y lo llamó Benito. No por Mussolini ni por el cantante de reggaetón, sino por el personaje de “Don Gato y su pandilla”. Tenía pocas semanas, era una criatura peluda, desnutrida y llena de pulgas. Lo estuvo cuidando en su baño, dándole una comida especial, confiando que mi amor por los gatos me llevaría a adoptarlo, cosa que finalmente ocurrió.


Mi sorpresa ante el poema de Szymborska es que nunca me había figurado al gato ante la ausencia del humano. “Alguien estaba aquí, estaba siempre, / y de repente se fue / y se empeña en no estar”. Una de las grandes razones por las que me reusaba a compartir mi departamento con un gato es que tarde o temprano se muere, o consigue irse por la ventana y se escapa. La poeta, en sus versos, le dio vuelta a esta idea: “Se ha buscado ya en los armarios, / se han recorrido los estantes, / se ha comprobado bajo la alfombra”. El yo-poético recurre al discurso indirecto libre para ponernos en la perspectiva de estos animales, alguna vez venerados como dioses. “Ya verá cuando regrese. / Ya verá cuando aparezca. / Se enterará de que no son / maneras de tratar a un gato”.


En estos meses Benito se ha apoderado de una esquina de mi habitación, del sillón de mi computadora, afilado sus garras en todos mis muebles, masticado mis plantas hasta matarlas, utilizado mis ventanas como su atalaya personal. Se ha quedado también con mi tiempo, horas enteras en las que pide mi atención en juegos cada vez más complejos y atléticos, mientras estructura elaborados maullidos para exigir la comida que le gusta. Su cuerpo se va estirando, alargando, enrollando, simulando a un tigre de gran tamaño, recostado en el sillón de mi sala cuando regreso de la calle. “Los gatos existen para que podamos sentir el placer de acariciar a un tigre”, nos decía José Adolph, parafraseando a Victor Hugo, en una clase de narrativa de terror. Entonces viene a mi mente el famoso poema de Baudelaire: “Cuando mis ojos como imanes / se vuelven hacia el gato amado, / me parece advertir que en mis afanes / es a mí mismo a quien he mirado”.


Los gatos son los animales literarios por antonomasia −con disculpas al loro de Flaubert− y son cientos los escritores que han convivido con gatos. En la nómina figuran nombres como Balzac, Hemingway o Julio Cortázar. “Un escritor sin un gato es como un ciego sin lazarillo”, dijo cierta vez el argentino Osvaldo Soriano, y creo que tiene razón. Quizás se deba a su magnética mirada, a su silenciosa compañía, al hecho de que no es necesario sacarlos a pasear, lo que permite pasar largas temporadas en el escritorio o leyendo un libro. Porque no nos consideran sus dioses o sus dueños; al contrario, esperan nuestra absoluta pleitesía. Se asemejan por eso a la diosa literatura, que aparece sin avisar y se va sin saludar. Doris Lessing decía que tener un gato era un lujo y Jack Kerouac creía que su gato Tyke era la reencarnación de su adorado hermano Gerard.


Un amigo, sin motivo, me regaló anoche un libro que he buscado por buen tiempo: “Soy un gato”, de Natsume Soseki, un clásico de la literatura japonesa que pone de narrador a un innominado felino doméstico. En la portada, un gato parecido a Benito me recuerda a la obra del pintor inglés Louis Wain, que solo pintaba gatos y terminó en el psiquiátrico. La novela de Soseki inicia de la siguiente manera: “Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre. No sé dónde nací. Lo primero que recuerdo es que estaba en un lugar umbrío y húmedo, donde me pasaba el día maullando sin parar. Fue en ese oscuro lugar donde por primera vez tuve ocasión de poner mis ojos sobre un espécimen de la raza humana”. Es probable que Benito, que me observa ahora mismo desde su lugar privilegiado, inicie sus memorias de la misma manera. Parece Diógenes, el filósofo cínico. Si me acerco para preguntarle qué necesita, tal vez me diga: “Quítate, que me tapas el sol”.



 
 
 

2 Comments


LUIS ALBERTO CASTILLO CALDERON
LUIS ALBERTO CASTILLO CALDERON
Apr 08

Los gatos existen para que podamos sentir el placer de acariciar a un tigre. Me encantó esa frase. Hace años tuve un gato negro que le puse de nombre Buki, era un felino espectacular, como los dioses egipcios, un pelaje suave, pesaba entre 6 a 7 kilos, un macho alfa, hasta que un día no volvió. Mi mamá enloqueció, yo llorando por mi ventana por 7 días por si regresaba, casi pierdo la fe en Dios, pero puedo decir, por muchos años que mi gato se quedó conmigo pude acariciar a un jaguar gigante y negro. Hermosa lectura, nos vemos el próximo lunes profesor 👍

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Tsubaki Melancolia
Tsubaki Melancolia
Apr 04

Me ha gustado como el relato comienza con distintas maneras en las que ve el mundo un gato y pedazos de escritos de còmo podrìa ser esta vida desde este animalito y termina con "me tapas el sol".

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