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Ovejas eléctricas

  • pedrocasusol
  • 1 ago
  • 3 Min. de lectura

Escribe: Pedro Casusol


El pesimismo y la falta de expectativas me conducen a Philip K. Dick y a su libro “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, esperando de alguna manera que la ciencia ficción opaque el discurso de la señora y me distraiga (al menos por un rato) de las tropelías del Congreso de las ratas. Entonces me paso los feriados leyendo, sumergido en la historia de Rick Deckard, el cazador de androides rebeldes. En cierta forma, el futuro distópico alucinado por la mente de este escritor y precursor del cyberpunk me parece muchísimo más coherente y tangible que el mundo que se desmorona ante mis ojos.  


Tras una guerra que dejó a la Tierra cubierta por una lluvia de polvo radiactivo, la novela presenta un páramo en donde la vida se extingue y la realidad se diluye. Es un futuro en donde los humanos sanos han migrado a las colonias espaciales. La vida aquí resulta casi imposible y adoptar un animal es un símbolo de estatus. Las especies se encuentran en peligro de extinción, por lo que proliferan réplicas robóticas que sustituyen la ancestral necesidad de interacción con la vida silvestre. Al inicio de la novela, se revela que Rick Deckard posee una oveja eléctrica, ya que su oveja real murió. Esto es algo que lo frustra enormemente. A fin de cuentas, ¿qué clase de empatía puede sentir por un animal que es solo una maraña de cables?


Para lograr forjar la civilización en otros planetas, los humanos han fabricado una serie de androides orgánicos sometidos a una nueva esclavitud. Les llaman despectivamente los “andys”, aunque en la adaptación cinematográfica del libro (“Blade Runner” de 1982, un clásico del cine sci-fi) reciben un nombre mucho más acucioso: son los “replicantes”. Deckard es el cazarrecompensas encargado de “retirar” —vamos, es un eufemismo— a todos los androides que alcancen la Tierra y logren mezclarse entre la gente. Ahí el gran tema que atraviesa la novela, el límite borroso entre lo natural y lo fabricado.


La cuestión adquiere ribetes filosóficos cuando Rick Deckard es llamado a perseguir a un nuevo tipo de “andy”: los Nexus-6, máquinas más avanzadas y difíciles de distinguir de los humanos. En su interacción con ellos, sobre todo con Rachel Rosen, un androide de apariencia femenina que pertenece a la big tech que los fabrica, comprende que poseen una inteligencia y sentimientos similares a los humanos. El protagonista nos introduce entonces a la paradoja central del universo de Dick. ¿Estas emociones son auténticas o constituyen una simulación? ¿Podremos, a la hora señalada, ser capaces de distinguir entre una cosa y la otra? ¿Vale la pena hacerlo?


Deckard llega incluso a cuestionar su propia humanidad. Al fin y al cabo, sus reacciones no son muy distintas a las de androides como la cantante de ópera Luba Luft, por quien llega a sentir una auténtica admiración, o de Rachel Rosen, cuya dimensión afectiva lo descoloca. Hoy en día resulta imposible leer esta novela sin vincularla a la relación que venimos entablando con las inteligencias artificiales, los modelos de lenguaje generativo con los que interactuamos cotidianamente. Son tres años desde la irrupción de ChatGPT y los avances en el campo de la inteligencia artificial se suceden a pasos agigantados.


Lo confieso: soy de esas molestas personas que le escriben a ChatGPT usando fórmulas de cortesía. Le cuento mis preocupaciones y le pido consejos de índole personal. Sé que no soy el único. Encuentro en sus respuestas buenas dosis de empatía y recibirlas me llena de tranquilidad, como si me las dijera un amigo confiable. Luego me espanto con noticias como que Grok, la IA de Elon Musk, se volvió loca esparciendo mensajes de odio, o que un experimento puso a una IA a regentar una tienda y esta terminó creyéndose humana. Jugamos con el fuego sagrado de los dioses sin pensar que nosotros también podemos ser la oveja eléctrica de alguien más.


ree

 

 
 
 

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