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Un suspiro

  • pedrocasusol
  • hace 24 minutos
  • 8 Min. de lectura

Escribe: Ana Sandoval


Aún no salía del salón hacia el estacionamiento de la facultad, cuando el profesor le recordó el deber:


—No se vaya a olvidar que la próxima semana debe presentar su exposición. En tres días necesito su trabajo para las correcciones.


—¡Puta mare, el trabajo!— pensó— ¿Henry Sumner y la Antropología Jurídica verdad profe?


—Correcto, señorita.


La joven salió del aula. Un ciclo y era libre, al menos de la universidad.


*

 

—¡Al fin me quito!— dijo mientras acariciaba con cierta ternura el asiento de su moto; de su bolsillo sacó una llave, se montó, la encendió y sintió un dolor acrecentarse a lo largo de su espalda. Era el peso de los años estudiando en la Nacional, los cigarrillos en el puestito de copias, algunas amanecidas de borrachera, por supuesto, y las ganas, que ahora se multiplicaban por “x” a la “n”, de enderezar su vida, de ordenar lo que se escondía tras buenas calificaciones. —Cris, cómo es posible que seas medio chancona en la U, un caos en tu casa, y una tragicomedia en tus relaciones. Irónica tu vida mi chola, toda patas arriba— le había dicho alguna vez su patita del alma. Pero qué podía hacer ella, si “así era pues”. Audífonos en las orejas y a manejar con dirección a casa.


Las manos puestas sobre el timón mientras que, en los oídos de la muchacha, Liszt se entretenía con alguna danza Húngara.


Cris estaba en otras. La ciudad, la universidad, su casa, le parecía todo tan ajeno a ella que prefería crear su propio universo interno, se sentía como una creadora de mundos, de Adanes y Evas despojados de todo a los ojos de una serpiente; era ese Dios que dice estar en todas partes, que todo lo siente y todo lo ve.


Pero faltaba algo. El paraíso hubiera estado completo si no fuera por Adán, quien tenía su espacio vacío en el asiento trasero. Ya no sentía la calidez de unos brazos rodear su cintura, recorrer de cuando en cuando su torso o jugar con su vientre.


El piano de Liszt reemplazaba los susurros nocturnos camino al árbol del conocimiento del bien y del mal, o a los cuartos de veinte luquitas las tres horas con televisor incluido del telo “Las mil y una Noches” de la Avenida Grau, que eran lo mimo. Ahí, él pagaría las tres horas de encierro para que Cris fuera tentada por la serpiente, Adán firmaría con el nombre de Juan Ramón Jiménez y ella sería Olga Orozco, y la señorita que atendería en la recepción no se daría cuenta de nada, y luego ambos reirían de camino al cuarto mientras la muchacha le pregunta— ¿Y dónde está su nobel señor?— En el cuarto te lo enseño— respondería él.


Cris llegó a casa, subió al segundo piso: la habitación desordenada con el enorme ventanal que daba a la calle. Por ahí entraba una tenue luz que provenía del poste, una tan opaca y amarilla que tenía el color de las botellas de cerveza vacías al ser expuestas a la claridad.


Dejó su mochila en la mesa de noche, apagó la luz y se acomodó entre los libros y almohadas intercaladas a lo largo del colchón. Miró su celular y no vio más que un mensaje de la operadora avisándole que le suspenderían la línea en dos días.


—Malditos— se quejó.


Y pensar que antes llegaban a cada rato mensajes de su Adán, de Rivera, o “El Chato” como le decían sus amigos de Literatura. O sino una llamadita, un “Mi amor, ¿Cómo estás? ¿Qué haces?”.


Lástima, ahora solo podía verle dibujado entre sombras y pequeños delineados que lo retrataban. Ella lo había hecho, pero él nunca se lo recibió porque “no tengo cómo llevarme el dibujo, mi amor” le había dicho cuándo cumplieron un año de enamorados. Tampoco podría ver esos hoyuelos formados en los extremos de sus finos labios cuando sonreía, o tocar su negro cabello ondeado. Ya nada podía hacer.


Diez años nunca fueron problema. Ella terminaría su carrera jovencita, como decía su madre, y él culminaría orgulloso Literatura, su segunda carrera, la que su viejo no quería que estudie y que por eso se metió primero a economía cuándo recién salía del colegio. Ella conseguiría algún trabajo de abogada para estar a la altura, porque Rivera ya trabajaba en las mañanas, y luego empezarían a vivir juntos. Final feliz.


Después formalizarían su relación, la pedida de mano a solas y luego en una reunión frente a los padres de ambos, el anillo de compromiso y, con mucha suerte, un ulterior matrimonio feliz e hijos.


Todo esto había sido planeado en la cima amorosa de la relación, en el clímax de la pasión y del apartamiento total de la realidad, con la serotonina, dopamina y endorfina revueltas en forma de lepidópteros amarillos en el estómago, mientras, embelesados, cantaban “they say that falling in love it’s wonderful” y hacían el amor.


Se levantó de la cama y fue por el siempre confiable Winston rojo que dejaba de reserva en su librero al lado de “El Amor en los tiempos del cólera”. Buscó en los bolsillos de sus jeans el encendedor que tenía como llavero. Dedo en la rueda, botón, llama, cala, exhala.

“Deja y olvida”, recordaba esa frase de un poema de Valdelomar que alguna vez leyó. Pero, ¿Cómo olvidar a Rivera? Entonces evocó todo.

 


Había salido temprano de clases y aprovechó en ir a un centro comercial para comprar un disco de U2 con los éxitos de 1980 a 1990. Rivera cumplía 32  ese día y ella estaba casi segura que un disco de U2  lo haría igual de feliz que un libro de Auster.


Salió de la tienda desconcertada— ¡sesenta y cinco soles! Ojalá me haya sobrad…— rápidamente metió las manos en sus bolsillos para luego contemplar con cierta culpa los dos soles que le quedaban— al menos me alcanza para ida y vuelta en la combi— se alentó. Después de todo, la economía de un universitario es así, precaria.


Nunca había ido a casa de Rivera, es más, este nunca le había dado su dirección, solo referencias: vivo por el condominio tal, mi calle se llama tal, mi casa es de color crema y la puerta es de rejas blancas, hay una entrada hacia mi casa, etcétera, etcétera. Pocas veces hablaba sobre la ubicación de su morada y cuando lo hacía, era de una manera tan somera que parecía que le daba igual vivir en su casa o en cualquier otro lado.


—Trivialidades— decía él.


Pero de todas formas, Cristina había recordado y recopilado detalles que Rivera mencionó en alguna conversación sobre la localización de su casa, de tal forma que pueda dar con ella. Incluso le insistió durante varios días a un amigo de Rivera para que le de más pistas sobre la ubicación de esta, —ya pero no le digas que yo te dije— le advirtió el amigo después de darle más referencias.


—Mi chato se va a poner alegre carajo…— era la idea central que pasaba por todo el barullo de emociones y pensamientos, así como pasaba la combi en la que Cris viajaba por toda la avenida Progreso, dejando atrás casas, colegios, iglesias, grifos y chicherios.


— ¡Esquina baja!— gritó, por poco se pone a pelear con el cobrador por no avisarle que ya se acercaba a su destino, o al que ella pensaba sería su destino.


—Se supone que tengo que seguir de frente, llego a la primera esquina y luego tomo el camino de la izquierda. Habrá una cochera con puerta de metal negro y grafitis del Alianza, dos casas hacia delante y listo—. La casa estaría ahí y solo tenía que tocar la puerta. Él abriría, ella diría ¡Feliz Cumpleaños!, y le daría un tierno beso.


—Te compré esto— diría Cristina dándole la bolsita de regalo con el CD adentro. —No te preocupes corazón, sabía que te gustaría— respondería ella, algo modesta, a las palabras agradecidas de Rivera.


Todo sería perfecto: Ella existía por y para Rivera, tenía que ser perfecta un par de horas mientras estaba en su casa.


—Dos casas hacia adelante y listo, dos casas hacia adelante y listo—. Cris se acercaba a la cochera con puerta negra llena de grafitis. —Dos casas hacia adelante y listo, dos casas hacia adelante y listo—. Estaba pasando la cochera. Su corazón era  un panal con abejas asesinas dentro. —Dos casas hacia adelante y…listo—. Había llegado.


Trató de calmarse un poco. Sus manos eran pañitos húmedos, se las secó de improviso y, como si no supiera que más hacer con ellas, tocó el timbre de la casa casi de manera involuntaria.


—Cálmate maldita sea— dijo para sí.


Se escucharon pasos, al principio lejanos, luego más evidentes. Alguien venía a abrir la puerta. Respiró hondo y contuvo un poco el aire para decir ¡Feliz Cumpleaños!


—Hola— dijo una pequeña niña mientras abría la puerta con algo de dificultad.


—Hola…disculpa… ¿Aquí vive Diego Rivera?— la muchacha no entendía.


—Sí, aquí vive, pero se está bañando, ahorita lo llamo.


Y, con toda la inocencia del mundo, la pequeña gritó:


— ¡Papaaaaaaaaaá, te buscan!


—Ahorita viene, no se vaya a ir— concluyó la niña.


Cristina fracasó en el intento de pensar, actuar, o decir algo. Ni siquiera pudo procesar del todo lo que la niña, sin darse cuenta de nada, le había dicho. Le había lanzado cada palabra como un golpe, cada sílaba, cada letra, como puñales que le atravesaban el pecho, desangrándolo. La pequeña era inimputable.


La figura de una mujer atravesando la sala le hizo reaccionar. Tendría unos veintiocho o veintinueve años, no pasaba de los treinta. Su cabello estaba ajustado con una peineta color marrón, sus ojos eran grandes y de un café claro muy hermoso, debajo de ellos había ojeras. Se acercó a la puerta y apartó a la niña.


—Hija, espérame en la cocina para terminar de decorar la torta de tu papi ¿sí?


Definitivamente Cristina ya no sabía qué hacer, no funcionaba. Sin embargo, había una sensación que crecía dentro de ella. El aire no le alcanzaba para llorar. Se estaba ahogando.


— ¿La puedo ayudar en algo, señorita?—. Eso fue lo último que escuchó antes de salir corriendo a donde sea. Las calles eran amplias y la gente parecía perseguirla con la mirada. Huyó.



En cualquier parque, fumando un cigarro, estaría Cristina llorando recostada sobre una banca, sin un centavo para el pasaje de regreso, con el alma como sus bolsillos y el corazón igual que el CD de U2 que yacía en alguna vereda hecho trizas. Todo era claro, pero como siempre, su instinto masoquista la empujaba a pensar más de la cuenta. Creyó ser Eva y terminó siendo Lilith.

 

*

 

Había pasado casi un mes desde ese día. Cristina había leído, bebido, fumado y dormido para calmar un poco las ansias. Pero nada. Incluso se peleó con un par de compañeros en la universidad porque no podían organizarse para un trabajo. Le había ido mal, es cierto, pero sabía que no estaría así toda la vida. Se le pasaría. No sabía cuándo, pero se le pasaría.


Rivera había insistido con llamadas las primeras semanas, mas Cris nunca las contestó, al igual que los mensajes desesperados con miles de excusas, historias y demás. Después se cansó. Ya no hubo llamadas, ni mensajes, ni nada. Al parecer su Adán se había rendido.


—Un año de relación y dos semanas de intento— reflexionó.


Cris seguía en su cuarto terminando su Winston. Pensó que podría ir a comprar una cajetilla de cigarros, pero era la una de la mañana de un viernes. A los lejos, probablemente de una parrillada, de esas con toldo en la calle y parlantes en cada esquina, se escuchaba: “Tu no debiste jugar con mi tonto corazón, lo que has hecho con mi amor te juro pronto vas a pagar”. La muchacha pensó unos minutos hasta aspirar el último toque del cigarrillo.


Se acabó. Cris se levantó de la cama, prendió la luz, recogió sus libros, los puso sobre la mesa, se sujetó el cabello alborotado, cogió su portátil, buscó a Henry Sumner, puso play a Franz Liszt y "Un Suspiro" llenó la habitación.

 

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