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Réquiem para un bufón

  • pedrocasusol
  • 13 jun
  • 8 Min. de lectura

Escribe: Rubén Córdova


10:30pm. Congestión vehicular.


10:40pm. El limpia parabrisas de mi auto agitándose desenfrenadamente “riz,riz…riz,riz” los dos brazos de goma arañando el vidrio con furia.


10:55pm. Mi vista está nublada. Las manos me sudan y tiemblan. Puedo oír los latidos de mi corazón acelerando como las bolitas del péndulo de Newton cuando chocan entre sí.


11:05pm. Solo puedo distinguir esferas luminosas de colores verde y rojo delante y detrás de mí. Me falta la respiración a pesar que estoy con el aire acondicionado al máximo.  Mi garganta está seca, tragar saliva me duele, los nudillos se me han adormecido.  Aflojo las muñecas. Este volante es demasiado pesado.


Estaciono.  Apago el motor. Trato de salir del auto, las piernas me tiemblan.


Necesito un trago. Alzo la vista y ahí está. Gigantesco, ancho, despintado. Malhumorado. De pocos amigos. Sus pálidas luces amarillas lo hacen ver brumoso, ideal para que las almas que por ahí deambulan se mimeticen con el entorno. Los fantasmas que se asoman desde sus ventanas me miran. Al caminar por su borde y verlo inconmensurable siento que me arrastra hacia sus fauces, lejos de la orilla. Parece una ola gigante, de esas que suelo correr en Pico Alto. Mis rodillas no dejan de sacudirse. Esta mole de hormigón me caerá encima. Lo sé. Me hundirá y me golpeará contra el arrecife de mis miedos.


11:15pm. Camino por el pasadizo principal. Rotulado en la pared, con letras de color esperanzador, leo: “Bienvenidos al Hospital Edgardo Rebagliati”.


Mi móvil tiene veinte llamadas perdidas. No sentí ninguna. Entra la llamada número veinte y uno:


- ¿Dónde estás?


- Acabo de llegar. ¿Dónde está él?


- Vomitando. Lo ha visto nuevamente el Dr. Montero. “Otra vez por acá tocayo” le ha dicho y se encerraron en el consultorio. No se demoraron mucho. Apenas salió y se metió al baño.


- ¿Cómo lo ves? ¿Montero no te ha dicho nada?


- Le costaba respirar. Y la fiebre de siempre que no baja. Montero ha subido a piso, no regresa aún. Traté de hablar con él y solo me hizo una señal con sus dedos para que esperara un rato… ¿ya estás aquí?


- Estoy entrando, ya te vi.


11:25pm. Me recibe el acostumbrado olor a amoníaco que emana de las losetas del largo pasadizo pasando la puerta de Emergencia, que desemboca a una sala de espera repleta de nerviosismo.  Todo es tan jodidamente familiar. Tantas veces he transitado por aquí. Tantas amanecidas que me ha visto orar y maldecir pero nunca llorar.


11.35pm. Mi papá, que acaba de salir del baño, se limpia la boca con un retazo de papel higiénico y lo hace bolita para arrojarlo al suelo disimuladamente. Me recibe con una sonrisa retorcida, de labios pálidos, ojos hundidos, ojeras negruzcas que contrastan con la camisa amarilla de cuadros verdes abotonada hasta el cuello. Un pantalón de buzo afranelado azul, desgastado, de esos que conseguimos en el mercadillo del barrio, sandalias con un par de medias polares -esas medias son mías- remataba su atuendo un gorro descolorido que fue blanco, ahora lleno de manchas de pintura seca repartidas entre la visera y los paneles. Sus manos temblorosas, callosas, arrugadas, adoloridas por las agujas sostienen en forma de cono un ejemplar de la biografía de Valdelomar, algo bizarra que le regalé en su cumpleaños. Le ayudo a sentarse en la silla de ruedas que le ofrecieron al ingresar. El respaldar tiene escrito el número 71 con “liquid paper”, la misma edad que él.


El detestaba las novelas gráficas. Berreaba que eso no era Literatura, que era cosa de hippies cobardes, de vagos, de personas que no fueron capaces de escribir algo digno, de ignorantes en el uso de sinónimos y antónimos, y que por lo tanto debieron recurrir a la mendicidad de la caricaturización. Un discurso de desprecio que encontraba  siempre su blanco en mí. Algo que me sabía de memoria.


11.55pm. Montero silba y nos hace el ademán de entrar a su consultorio. Solo nosotros dos, nos indica. Mi papá se queda en la sala de espera a un lado de la máquina expendedora de golosinas. Alcanzo a escuchar al papa Francisco iniciando la Misa de Gallo: “…en esta noche brilla una luz grande sobre nosotros…”, probablemente una transmisión repetida –pienso. Antes de cerrar la puerta, diviso a mi papá viendo la televisión, pero no la mira.


Ingresamos. El médico está parado a un lado de la habitación en penumbra dándonos la espalda. Enciende el negatoscopio y su luz de tubos fluorescentes brilla con su luz grande sobre nosotros.


La placa radiográfica de los pulmones de mi papá se asemeja a alguna imagen del Test de Rorscharch. Se supone que algo debemos ver pero no lo vemos. Y es que eso es. Efectivamente, no hay nada. No hay señal de sus pulmones, solo una gran mariposa blanca con sus alas extendidas abrazando su tórax.


Metástasis generalizada.


12:00am. Empiezan a estallar a los lejos bombardas, cohetones, ruidos secos, bullicio y festividad, alegrías y promesas, sirenas y cláxones. Los médicos de turno se abrazan  e intercambian sonrisas y chistes malos. Nadie más se inmuta. El recinto abarrotado de cráneos sin cabello, impávido, sigue viendo la tv. Mi papá se encoge de hombros, acurrucándose sobre la silla de ruedas con aros de empuje oxidados, apretando el chal que lleva en los hombros que alguna vez fueron anchos. Nos mira con ojos brillantes y en el epílogo de un absurdo, en la aberración de lo ridículo nos dice: Feliz Navidad chicos.


De regreso a casa, miro el espejo retrovisor hacia el asiento trasero donde está mi hermano con la cabeza apoyada sobre la ventana. No logro distinguir su rostro ya que las sombras no me ayudan, pero me parece ver que un torrente de lágrimas se desliza desde sus ojos perdiéndose en su mentón.


Papá no deja de repetir que solo es una fiebre pasajera, una cosa de inicios de verano, que estaría bien en un par de días y podríamos hacer el viaje que le había prometido. Me contaba lo que había estado leyendo acerca de los lugares que visitaríamos, de las ganas que tenia de acampar cerca de un río, de tocar hielo, de "dejarse llevar", de olvidarse del dolor y la morfina. Que sea yo quien le "enseñe a vivir". ¡Yo! ¡Qué siempre trate de mantenerme alejado de él!


Sentados alrededor de la mesa, solo los tres, mi papá quiere festejar la Navidad. ¡Es Navidad maldición! El pavo esta horneado. Hay variedad de vinos en la despensa. La ensalada aún se conserva fresca en la refrigeradora. Las lucecitas de colores que serpentean por las paredes y las puertas de la sala y el comedor siguen encendidas. El arbolito chilla su molesta tonadita navideña. La mesa está puesta, incluso hay esas ridículas servilletas con estampados de renos que no tuvo tiempo de desempaquetar por que se sintió muy afiebrado y tuvo que llamar a mi hermano para que lo lleve al hospital. De eso ya unas cuantas horas atrás.


Abrimos un par de botellas de vinos. Él no bebe mucho -no vaya a ser que afecte la quimio- susurra con una sonrisa. Mierda. Algo se desprende cercano a mis tripas. Libo todo el contenido de un Malbec dejándome llevar por el alcohol, tratando de ahogar el grito de la realidad, en un intento de llenar un vacío que aún no entendía. Mi hermano es un autómata, una sombra sentada alrededor de la mesa, que nos queda ya grande, en una sala enorme, en una casa gigante, ante un mundo que en poco menos de veinte días se nos iba a hacer desmesurado.


Mi hermano y yo, bajo promesa lacrada, nunca le dijimos que el médico le concedió dos, tal vez tres semanas más de vida. Mi hermano opta por retirarse a su casa, sus hijos aún lo esperan despiertos.


Me quedo con mi papá en la habitación del primero piso  que se acondicionó para él, algo minimalista y espiritual. Una cama de plaza y media sobre un parquet inmaculado, el cual solo se podía pisar usando botas descartables. Una mesita de noche donde descansa una lámpara de acero quirúrgico junto a una pila de libros de hojas blancas y muchos resaltadores y lápices. Desde el alféizar de la ventana, una legión de santos enyesados lo contemplan con las manos juntas en plegaria. Se suma a la escena, un cómodo y mullido sillón grande para las visitas, siempre con mascarilla. Sobre el pie de cama, yacen sendas cartas escritas a mano de sus pacientes y alumnos que desean su recuperación, cartas que relee antes de quedarse dormido.


Casi nunca nos habíamos quedado solos, no desde que era un niño. Los traslados a la quimioterapia, sesiones de hierbas milagrosas, rezos eufóricos de las hermanas de no sé quién, maratónicas sesiones con brujos maleros y encantadores de almas no cuentan, ya que siempre  habían personas en ellas.


Entonces, recurrimos a lo único que nos unió: los libros. Retomamos un juego que hacíamos cuando yo era niño: El describía un personaje principal de algún relato y yo, tenía que adivinarlo. Si acertaba yo hacía lo propio pero con un grado más de dificultad: personajes secundarios, nombres de mascotas, lugares o hechos rebuscados que ocurrieron durante esa historia. La batalla de los sinónimos y antónimos, nuestras posturas religiosas y políticas, la  muerte, el aborto, las mujeres, experiencias a través de nuestras vidas, que hasta esa noche desconocíamos del uno y el otro. ¡Vaya que fue divertido! Hasta hubo momentos en que reía a carcajadas con las mímicas que yo hacía para realzar una historia; interrumpidas por una grave tos y coágulos de sangre que escupía sobre la riñonera. Fui su bufón.


Nunca estuvo contento conmigo, ni siquiera de niño, no estaba contento con las cosas que yo hacía ni con nada, yo era su hijo fallido, el que no pudo ser como él hubiera querido que sea, del que siempre tenía una queja. Yo era el pensador, el artista, el visionario, el rebelde, el violento, el amargado, el peleador, el ladrón, el vago, el ocioso, el alcohólico, el mediocre, el misio, el despreocupado, el hippie y finalmente el mal padre.  Siempre me miró forzosamente, como queriendo encontrar algo de cariño para mí, le costaba y mucho sentirse orgulloso de mí y a mí me costaba un trabajo enorme ser amoroso con él.


Aun así esa noche me quedé a su lado. ¡Que tanto nos parecíamos!


Se durmió como a las cuatro de la mañana cuando el sueño al fin lo venció. Creo que por fin lo vi, no como el padre inalcanzable, sino como el hombre que vivió como pudo, quien ahora se veía vulnerable y real, como si me mirará en un espejo.


Dos días después volvimos a ingresar a Emergencia. Esta vez fue solo de ida.


Nunca le dije tantas cosas que quise decirle y seguro estoy que a él le faltó tiempo para decírmelas a mí, pero fui quien estuvo ahí, para coger su mano y abrazarlo, acompañarlo, hablarle al oído que después de todo, esto de la muerte no es tan malo, en otras culturas es considerado una fiesta y sobretodo que no se ponga tan cómodo donde esté, porque en cualquier momento le daría el alcance para seguir sacándole "canas verdes" como cuando era adolescente.


La máquina conectada a su ritmo cardiaco emitió su último y prolongado "bip". La cama de UCI finalmente honraba su terrible sigla. Lo arropé entre mis brazos con su cabeza pegada a mi pecho y le recité esa poesía de Vallejo que tanto le gustaba, la que se moriría en París en aguacero, pero tendría que conformarse con Lima y en verano. Me pareció que sonrió y finalmente le dije que se dejara llevar.


A pesar de todo, fue a mí a quien el destino encargo esa labor: ser la última persona a quien escuchó en esta vida mediocre que nos ha tocado vivir.


Inmediatamente pensé en mi mamá, quien se había adelantado al viaje eterno tres meses atrás y curiosamente recordé a Platón, el filósofo griego, y su historia de que en la antigüedad el hombre como tal, poseía cuatro brazos y cuatro piernas, una cabeza y dos rostros, y así era perfecto. Tan perfecto que se atrevió a desafiar a los dioses.


Zeus, el dios supremo, temeroso de que los hombres pudieran ocupar su lugar, lanzó un rayo sobre ellos, dividiéndolos en dos. Por eso, en la actualidad se dice que el hombre y la mujer andan por la vida buscando su otra mitad.


Bueno, finalmente creo que mi papá y mi mamá pudieron juntarse una vez más para desafiar a Zeus.


05:00am Al salir de su casa para dirigirme a la mía, atravesé un largo callejón aún en penumbra, donde un anciano y un gato recostado sobre su pecho dormitaban sentados en la fría acera bajo una farola amarillenta. Dos botellas vacías y sendas colillas de cigarro yacían al lado. Los estragos de la noche buena – pensé.



 
 
 

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