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Yana-Wara

  • pedrocasusol
  • 20 abr 2024
  • 3 Min. de lectura

Escribe: Pedro Casusol


Fue terrible lo que las cadenas de cine comercial hicieron con “Yana-Wara”, la película póstuma del celebrado realizador Óscar Catacora, concluida por su tío Tito en las alturas de Puno. Relegada a horarios nefastos en Lima, con trece salas a nivel nacional, parecía que el drama de corte fantástico, ambientado en el universo aimara, culminaría su paso por la cartelera peruana con cifras para el olvido. Poco importó que se haya alzado con el premio a “Mejor película peruana” en el último Festival de Cine de Lima o que la crítica especializada la considerara una de las más importantes cintas peruanas de los últimos tiempos. La disociación entre cultura y mercado resulta esquizofrénica.


Así que muchos casi nos quedamos sin ver “Yana-Wara”. Con funciones a las cuatro de la tarde, su estreno bordeó los 600 espectadores, menos de la mitad de lo que hiciera “Wiñaypacha” en 2017, la película que dio a conocer a Óscar Catacora. Por fortuna, el “boca a boca” hizo lo suyo, como ocurre a veces con ciertos títulos independientes, y al iniciar su segunda semana una mejora en su horario permitió un aumento significativo de la audiencia. Para cuando pude ir a verla, ya casi no quedaban butacas disponibles en la sala. Tal vez el espectador peruano promedio sí esté ávido de ver algo que no sean solo comedias ligeras, pero el mercado insiste en subestimarlo.   


Porque “Yana-Wara” es una película difícil, sin duda. En el altiplano andino, en una lejana localidad campesina, una niña ha sido asesinada por su propio abuelo. En los primeros minutos, el filme nos sitúa en las pesquisas de las autoridades comunales, quienes piden al anciano que explique las circunstancias de la muerte de Yana-Wara, la niña que presta el título a la película. Filmada en blanco y negro, solo con sonido ambiental y en formato cuadrado, es una amalgama de géneros cinematográficos, mezcla de western y leyendas aimaras. Nos recuerda al “Rashomon” de Akira Kurosawa o al terror fantástico-rural de Kaneto Shindo, dos referentes indiscutibles de los Catacora. Es además una tragedia en el sentido más clásico del término, como si Sófocles hubiera nacido en la puna. 


Un “racconto” del anciano en pleno juicio nos permite conocer la historia de Yana-Wara, una huérfana que quedó muda tras ver a su padre fulminado por un rayo. Todo lo malo que le puede ocurrir a la niña le ocurre en los 104 minutos que dura la cinta. Un profesor abusa de ella en el único espacio en el que existe presencia el Estado, junto a una pared con una frase en español, la única en la película hablada solamente en aimara: “La letra con sangre entra”. El presidente de la comunidad, una vez que se sabe que la niña está embarazada, dispone que el violador se case con su víctima. Esta situación termina con una de las imágenes más chocantes que haya visto el cine peruano. 


El giro sobrenatural que toma la historia, el relato narrado desde el punto de vista del anciano, sirve de metáfora para presentar la violencia ejercida cotidianamente contra la mujer, sobre todo contra las niñas andinas. Muy lejos quedaron los personajes trágicos que en “Wiñaypacha” se enfrentaban a elementos de la naturaleza como el frío, la lluvia o el fuego. En “Yana-Wara”, el demonio cobra forma humana para atormentar a la niña, solo porque un día la eligió para sí.


Ya casi es un lugar común hablar de “cine regional” para referirnos a ciertas películas en quechua o aimara que pasan por la cartelera local, con mayor o menor éxito. La última entrega de Óscar y Tito Catacora confirma que el cine se ha convertido en el medio que mejor retrata los problemas y las contradicciones del universo andino, el mismo que ha dejado de ser, para espanto de algunos, el decorado de las producciones comerciales. Y que ese debe ser el derrotero del nuevo cine nacional.




 
 
 

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